Recuerdo que siempre jugaba con juguetes viejos y rotos,
porque aquellos que me gustaban apenas los tocaba pensando que se podían
estropear y de algún modo que se conservaran por siempre, buscándoles un sitio
especial para ellos en mi habitación desde donde pudiera contemplarlos y aunque
pasara el tiempo ellos siguen ahí igual que siempre.
Pequeñas cosas que cobraban vida en mis manos a través de la
magia que ofrecía mi imaginación. Donde cáscaras de nueces se convertían en
poderosos galeones de guerra que batallaban en medio de un inmenso océano no más
allá de los límites de una pequeña bañera.
Donde la pinza separada del hierro que unía a su gemela se
convertían en dos coches de policía que junto con otras perseguían a ladrones
entre las calles que dibujaban las líneas de las baldosas.
Aviones de papel que despegaban desde un balcón trazando
acrobacias aéreas en el cielo hasta que aterrizaban o en el piso de enfrente o
en medio de la calle.
Entonces era ingeniero, piloto, general, o soldado,
cualquier cosa que deseara en aquel momento, porque en mi imaginación había
cabida para todos aquellos mundos que con el tiempo se desvanecen en las
profundidades de nuestro ser dando paso al mar verdadero.
Hoy me veo reflejado en el agua y a veces contemplo a aquel
niño que entonces quería ser mayor, pero veo a un hombre que a veces desearía
ser un niño.
Hoy conozco la furia del mar y a veces le temo.
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